viernes, 5 de julio de 2013

NAUFRAGIO por Facundo Despo.

NAUFRAGIO
"La vida te lleva de la mano, dando giros impensados e incontrolables".
A Marina siempre le gustó ir de compras con su madre, especialmente cuando viajaban a la Capital. Solían hacer viajes largos para comprar un bolsón de ropa, que les era más económico y práctico para ahorrarse muchos viajes, y esto por supuesto les consumía toda la jornada. Esos días eran sus favoritos porque se dedicaban puramente a ellas, madre e hija, juntas.
Marina nunca conoció a su padre. En los diez años de vida que llevaba no había visto ni una foto, y las pocas veces que su madre lo nombraba siempre lo acompañaba de una serie de insultos. "Tápate los oídos, Marina. No quiero que escuches insultar a Mamá", le decía. Su pequeño círculo familiar lo completaba la abuela Remedios, la madre de su madre. Ella también estaba soltera, por haber enviudado, y a diferencia de su madre la abuela no insultaba. Sino que por el contrario tenía un espíritu alegre. Disfrutaba cada momento de la vida, y pasaba todo el día haciendo manualidades en mostacillas, que ella decía que era como su terapia. Y solas vivían las tres juntas, que tenían la particularidad de ser las tres hijas únicas. En definitiva, Marina tenía una familia muy pequeña.
Se abrigaron bien, y antes de salir la abuela Remedios le dio a Marina dos hebillas con forma de elefantes. Ella sonrió y corrió al espejo a probárselas, y quedó encantada con cómo le quedaban. Besó a su abuela, se tomó de las manos con su madre y salieron. Marina estaba contenta, aunque tuviera un largo día por delante y hubiera mucho por caminar. Llegaron a la estación de tren. Estaban en el andén sentadas en una banca, y como Marina era inquieta se puso de pie y empezó a caminar. Se vio reflejada en una puerta vidriada y sonrió al mirar a su cabello. Las hebillas con forma de elefantes que le había regalado su abuela estaban ahí, y le gustaba mucho cómo le quedaban. Desde ahora serían sus hebillas favoritas pues ella quería mucho a su abuela
Caminaron toda la mañana. La madre preguntaba precios, hacía anotaciones y le hablaba a Marina, pero ella no le entendía. Aún así la escuchaba atentamente y hacía como si la comprendiera. Pararon al mediodía y almorzaron en un local de comidas. A la madre no le gustaban esos lugares, pero los juegos eran algo que a la niña le fascinaban. Y luego de una hora volvieron a partir. Aún faltaban cosas por comprar.
Y así se les pasó el día. Su madre siempre relucía ser una experta en conseguir precios y calidad en la ropa, y Marina quería aprender a hacerlo también. Ya con todas las compras en las manos, la madre de Marina observó el cielo y notó preocupada que ya estaba oscureciendo. No convenía quedarse hasta tarde en la Capital. Era muy peligroso. Así que emprendieron camino hacia la estación de trenes que la devolverían a su casa. Y Marina sintió que su madre ponía especial apuro en llegar al tren. "No podemos perderlo", decía. "La Capital es muy peligrosa de noche. Especialmente para dos mujeres solas". Ya llegando a la estación oyeron la llamada, y aunque corrieron, no alcanzaron el tren que se fue dejándolas solas en el andén. La madre soltó un insulto, pero se tapó la boca y miró a su hija a los ojos quien le sonrió. "No me escuches, hija" le aconsejó. Pero además de su hija, alguien la había escuchado.

Fue todo muy rápido. El hombre apareció de la nada y empujó a Marina y a su madre. Las bolsas cayeron al suelo, y Marina se asustó. Apuntándole con un arma, el hombre le indicó que le diera el dinero o se podían despedir de sus vidas. La madre le entregó el bolso y rogó que no las dañaran. Pero los pocos billetes que habían en la billetera no alentaron al maleante a retirarse. Levantó las manos e hizo un ademán a alguien a lo lejos, y un nuevo personaje se sumó a la escena. La madre de Marina recorrió la estación con la mirada y corroboró su peor miedo: estaban solas.
-"Yo quiero a la niña. Me gustan así pequeñas", dijo jadeando el nuevo personaje, un hombre muy gordo y con la ropa sucia. Respiraba con dificultad y se sonreía. Jadeaba y se relamía. La madre de Marina se echó al suelo y les imploró que no las tocaran, que las dejaran ir. Pero el maleante se acercó y le indicó que se quedara callada. No querían ser escuchados. El hombre se acercó a la mujer, y cuando se proponía a tocarla, ella le propinó una piña directo a la nariz, y logró arrebatarle el arma. El hombre cayó. La mujer se dio la vuelta, miró a su hija a los ojos y le indicó: "Corre, Marina". La niña confió en su madre, se dio la vuelta y echó a correr hasta que escuchó un disparo. Entonces frenó y volteó, y vio al primer maleante caer al suelo y un charco de sangre que comenzó a brotar de él. La mujer se quedó apuntando y mirando al hombre desangrarse, dando la espalda al hombre gordo, quien tenía un hierro en las manos. La mujer recibió el golpe directo en la cabeza, por la espalda, y cayó muy cerca del maleante que se desangraba. El hombre gordo rió y tomó el arma del suelo. La madre, aún en el suelo, levantó un poco la cabeza para mirar directo a los ojos a su hija. "Corre, Marina", le volvió a indicar. El hombre gordo apuntó y disparó, y Marina vio morir a su madre.
Con el corazón endurecido, se quedó un segundo, hasta que el hombre gordo, jadeando y babeando se dio la vuelta y la miró. "Vení acá, pendeja", le indicó. Pero ella se dio la vuelta y corrió.
Comenzó una persecución mientras la noche caía sobre ellos. Marina corrió con todas sus fuerzas y oía al gordo correr tras de ella. Gritaba y jadeaba por igual, y ella cada vez lo sentía más cerca.
Marina huyó hacia la salida de la estación, y en la calle corrió por muchas cuadras las cuales, tal como supuso su madre, estaban desoladas. Oía al hombre gordo gritar, pero su falta de ejercicio le impedía alcanzarla. Finalmente, la niña entró a un pasillo que, para su desgracia, no tenía salida. Se dio la vuelta y miró a su agresor llegar a unos metros detrás de ella, con una horrible sonrisa en su cara. El hombre jadeaba muy fuerte y se detuvo a recuperar el aire, cansado de la carrera que acababa de realizar, y para la cual se evidenciaba que no estaba preparado. El hombre observó a la niña y le sonrió, pero la sonrisa se borró de su rostro.
Comenzó a sentirse mareado, y un hormigueo en el brazo. Se sintió agitado y le costaba respirar, entonces se arrodilló. Luego se tocó el pecho como si quisiera arrancarse el corazón. Luego se desplomó en el suelo. Y murió.
Marina se quedó inmóvil. Luego de unos minutos, que para la niña fueron horas, finalmente decidió moverse. Lentamente se acercó a su agresor y lo tocó con el pié, pero no se movió. Tenía una expresión de dolor en su rostro. La niña lo rodeó y volvió a la calle, pero al llegar allí notó que no sabía de dónde había venido. El miedo y el susto no le permitían recordar.
Marina corrió y corrió hasta darse cuenta que no sabía a dónde iba. Quería volver con su madre, el recuerdo de sus ojos estaba en su mente. Pero no sabía cómo llegar. Frenó a descansar y fue entonces cuando miró a su alrededor. Estaba perdida. Era de noche y ella estaba perdida en La Ciudad. Su madre había muerto en el andén, y ella ya ni sabía cómo volver. Marina estaba a la deriva.

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