miércoles, 1 de febrero de 2012

MI HERMANO MARTIN. BY JACINTO EL RESENTIDO.

Llego hambriento a casa después de un largo día de escuela. Me dirijo de inmediato a la cocina. Mamá está preparando la comida. La saludo y apenas responde con un “hola”. Noto apagado el tono de su voz y me parece raro, aunque no digo nada. Mamá es una mujer temperamental y prefiero evitar represalias. 
Me siento a la mesa y tomo el control remoto. Cambió de canal para no ver el noticiero. Me fastidia tener que almorzar escuchando noticias de crímenes. No entiendo a la gente que encuentra placer en el amarillismo. Me parece de muy mal gusto esa insaciable sed de sangre. 
Mamá no se enoja cuando inicio el zapping. Normalmente tiene el televisor prendido para escuchar otras voces. Su única compañía durante la mañana es mi hermanito. Se llama Martín, tiene dos años y heredó el carácter de Mamá. Chilla como un puerco la mayor parte del tiempo. No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta que desde su nacimiento ha consumido física y mentalmente a nuestra madre, que casi no duerme y ha perdido varios kilos junto con su escasa paciencia. 
Mamá sigue cocinando y yo cambio de canales sin un plan fijo, solo por hacer algo mientras espero la comida. De pronto, al pasar por los canales codificados (que no tienen sonido) me percato de algo: hay un profundo silencio en toda la casa. Frunzo el ceño imperceptiblemente y le pregunto a Mamá:
- Mami… ¿Y Martín?
Ella se da vuelta. Viene hasta mí el vaho que sale de la olla que está apenas destapada. Es carne picada que se cocina. Tiene un olor intenso, penetrante, distinto. En la olla de al lado hay puré. Concluyo que comeremos pastel de papas. Pero no es esto lo que llama mi atención. Es más bien la cara de Mamá lo que me preocupa. Sus ojeras están más marcadas que nunca. Son lonjas moradas, profundas. La transpiración cae de sus sienes sobre las pálidas mejillas. Su expresión parece tranquila. Sin embargo, la leve sonrisa no concuerda con su mirada abstraída. 
- ¿Martín? – dice como si no entendiera lo que le pregunto.
- Sí, Mamá, Martín, ¿adónde está? ¿Lo llevaste a lo de la abuela?
- Martín está descansando, querido.
Se hace un profundo silencio. En la calle se escucha el camión del repartidor de soda. Los perros de enfrente ladran.
- ¿Falta mucho para la comida? – pregunto para cortar la tensión.
- No querido, un ratito nomás – dice ella con una voz metálica, impersonal. 
- Voy afuera – le respondo mientras salgo al patio de atrás, mirándola mientras enarco una ceja.
En el jardín el clima es agradable. Hay sol y corre viento. Me acerco hasta la vieja hamaca. Al lado de uno de los postes está la número 5 con su cuerina estropeada. En el fondo del terreno, Rambo, nuestro ovejero alemán, parece entretenido con un nuevo juguete. Lo tiene entre sus patas y lo huele. Parece una pelotita de ping-pong con una piola roja. Me imagino de inmediato que rompió la paleta que me regaló Mamá la última vez que fuimos al pueblo. Me acerco indignado a retarlo por el daño hecho.
Una vez que estoy al lado suyo, me doy cuenta de que no es una pelotita lo que tiene. Se nota que su contextura es más blanda, pues las uñas de sus patas se hunden en esa superficie. Cuando con un lengüetazo da vuelta el objeto, me paralizo: una pupila celeste me indica que se trata de un globo ocular pequeño. Como el de mi hermano Martín.

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